LA VIDA EN UN TRI-SHAW
Siempre me he definido como una idealista e incluso, a veces, como una
optimista estúpida. Bien, ya sea por una cosa u otra, la lucha contra el
racismo me ha parecido siempre algo tan natural como respirar. Defender al más
débil, para eso estamos, sin importarnos de qué color es su piel o qué lengua
habla.
Mi vida, como a mi me gusta decir, es como un tren. Cada episodio es un
vagón repleto de gentes que entran y salen a su antojo; aparecen y desaparecen
e, incluso, reaparecen sin avisar en el tren de mi vida. Un tren de alta
velocidad cuando el corazón me late con fuerza y mi cerebro no deja de fabricar
ideas, proyectos, recuerdos, planes, sueños, aventuras, en una palabra, vida.
Un tren tartana, de cercanías, de esos que paran en todas las estaciones
y no tienen prisa por llegar; eso soy yo cuando entro en un periodo de
reflexión, de nostalgia, de tristeza, aburrimiento o simplemente vagancia, en
pocas palabras, esa también soy yo
cuando vivo.
En mi afán inconsciente por vivir, por no perderme nada de un mundo tan
extraño; en un afán involuntario por saborear cada minuto de mi vida, siempre
me encuentro abriendo puertas que jamás cierro del todo al salir (nunca se sabe
si volveremos a pasar por ahí, ¿verdad?).
En un afán por encontrar mi estabilidad, porque, al fin y al cabo, de
eso se trata, he vivido mil y una experiencias, he sufrido mil y una
decepciones, he reído y llorado, he sido feliz y tan infeliz a veces.
Como decía al principio, idealista yo, siempre acabo por meterme en
historias en las que me toca luchar por ese más débil, porque para mi todos,
absolutamente todos, somos iguales y, por consiguiente, merecemos el mismo
trato.
¿Qué pasa, entonces, cuando de golpe, esa estúpida optimista o idealista
estúpida u optimista idealista se convierte en un ser débil de raza blanca que
alguien tiene que defender en un mundo en el que todo cuenta: el color, la
lengua, una letra más o menos delante o detrás de un nombre imposible de
pronunciar, un mundo, en definitiva, al que sólo se me permite acceder en tri-shaw
cuando los demás viajan apretados, estrujados en destartalados autobuses que
como espíritus dementes o asesinos corren veloces hacia ninguna parte porque la
voluntad es divina y de los dioses depende siempre nuestro destino?.
1
"Madam, madam, are you going?"( Señora, señora, ¿vas?)
-ese día, con un humor de perros, sólo me faltaban los tri-shaw
persiguiéndome de forma pegajosamente obsesiva y, no menos, impertinente.
Necesitaba pensar y hacer ejercicio, así que me dispuse a andar. Pero,
¡oh, horror!, ¡una extranjera, una sudi (blanca) o sudu nona,
caminando a pleno sol por las calles de Colombo!
Primero, el traca-traca de ese pequeño monstruo de tres ruedas que viene
y, desde lejos, me percibe, me descubre, y, desde ese mismo instante, como si
ese traca-traca fuera irreconocible o imperceptible, empieza su conductor a dar
bocinazos aún más impertinentes y obsesivos: ¡mec-mec,mec-mec!.
Cuando, finalmente, te alcanza, por si acaso eres sordo o duro de oído,
saca la cabeza fuera del vehículo invasor y, con una amplia sonrisa, empieza a
repetir de forma incansable: "Madam, madam, are you going?"
¡Muy sorda y ciega o profundamente estúpida tendría que ser para no
haberle oído ni visto, digo yo¡
¡PERO ES QUE QUIERO ANDAR; NO-QUIE-RO-IR-EN-TRI-SHAW¡
Dios, me entran ganas de gritar: ¡QUIERO ANDAR!
Le devuelvo una sonrisa y sigo caminando. Pero, no, me persigue, no me
deja.
Finalmente, cuando decido indicarle con la mano y la cabeza que no, que
sí voy, pero no con él, entonces nuestro fitipaldi de turno, sin dejar de
sonreír, se aleja meneando visiblemente la cabeza al compás de ese incansable y
tan sugerente traca-traca.
De nuevo, otro conductor se ha rendido a la evidencia de que soy una
turista estúpida. Estoy convencida que, tanto yo como ellos, en momentos
semejantes, pensamos exactamente lo mismo: pissu (locos).
2
"Malu, malu", andaba yo con una amiga por el mercado
sin la intención de comprar nada en especial. La verdad es que, cuando uno se
pasea por un mercado, siempre se va con algo en las manos: esas bananas que
ayer costaban más caras, aquella papaya que ya ha madurado y que ahora ya no me
cuesta más por ser sudi, blanca.
"Malu, malu", cantaban sin interrupción al borde de la
carretera.
Y, sin mirar, aunque metidas de lleno en ese ambiente de colores, olores
y voces sin igual, seguíamos hablando de nuestras cosas.
"Malu, maal..." y, a partir de ahí, mil y una
imprecaciones, manos a la cabeza, ojos asustados. Entonces sí dejé de hablar y
miré hacia donde hubiera tenido que mirar desde un buen principio, hacia abajo.
Los vendedores de pescado sin puesto fijo ponen a vender su pesca del
día al borde de la carretera. Capazos llenos de pescado, de ese malu
que, con suerte y ayuda de Dios, algunos transeúntes comprarán y permitirán
subsistir a toda una familia o varias un día más.
Por no mirar dónde iba, metí la pata bien metida, nunca mejor dicho, y,
con paso firme, sin evidentemente proponérmelo, pegué la peor patada de mi vida
(hasta la fecha) y volqué la cesta repleta de pescado.
Había peces por todas partes, aunque la mayoría quedaron debajo de la
cesta que yacía boca abajo: ¡Bendita Ley de Murphy!
¡Lo sentí tanto!. Hubiera querido fundirme. Desde un primer momento, me
propuse pagar por el mal que ya estaba irremediablemente hecho.
Hay que ver lo qué somos los humanos y con qué rapidez podemos cambiar
de humor, de sentimientos.
Toda mi pena y remordimiento se convirtió de repente en rabia difícil de
contener cuando el entrometido de turno supuestamente vino a ayudar al pobre
vendedor de malu que se había quedado sin habla al borde de las
lágrimas.
Ese salvador de pacotilla empezó a chillarme sin reparar en gritos ni en
palabras malsonantes (que aún sonaban peor a mis oídos de extranjera que
encontraron la traducción simultánea a través de sus ojos, sus gritos y las
miradas incrédulas de todos los que nos rodeaban).
De imbécil despistada me había convertido en asquerosa blanca desalmada
y, naturalmente, rica. Así que, ¿por qué no pedirme una cantidad desorbitada
por un pescado que, seguramente, a esa hora ya no se hubiera vendido y que
ahora parecía cobrar vida? Entre gritos y miradas coléricas, los peces aún
limpios saltaban como por arte de magia al charco más cercano, y es que, con
gestos rápidos, mi amigo parecía David Copperfield, el Mago.
De un grito, paré lo que se había convertido en ritual y, ante la mirada
incrédula de todos, dejé a mi amiga en prenda y me introduje corriendo hacia el
interior del bullicioso mercado.
Me detuve ante el primer puesto de pescado que encontré y, con aire
triunfante, pregunté cuánto costaba el kilo de pescado con el que acababa de
tropezarme y al que aún no había sido presentada. Conseguí un precio y regresé
vencedora, hice poner todo el pescado limpio en una bolsa y pagué su precio
justo, pensé yo con orgullo.
Sólo cuando el pobre vendedor con una gran sonrisa de alivio en los
labios me entregó mis cinco kilos de ese pescado cuyo nombre he preferido
olvidar, me percaté de que el mismo señor que me había ayudado a conseguir el
nombre y el precio del pescado en cuestión, aún no se había despegado de mi y
no sé si será por una susceptibilidad exacerbada por lo que entonces supe que
no había pagado el precio justo, sino el que ellos quisieron que yo pagara.
Me había pasado de lista.
De nuevo, me sentí no sólo muy blanca y fuera de lugar, sino increíblemente
estúpida. Esas risas a carcajadas e incluso algunos aplausos me lo acabaron de
confirmar. ¿Qué hacer? Con la poca dignidad que me quedaba, esbocé una gran
sonrisa, pedí a mi amiga que me ayudara con esa pesada y apestosa bolsa y me
batí en retirada.
A medida que me alejaba del bullicio, fui recobrando mi compostura y me
atreví a pensar en qué hacer con tanto malu: ¿cocinarlo?, ¿congelarlo?,
¿tirarlo?, ¿secarlo al sol y guardarme uno como recordatorio perenne de mi
absoluta imbecilidad?
Y, entonces, como si debiera demostrar que ya había aprendido la
lección, miré hacia abajo y vi, frente al Templo, a una familia pidiendo
limosna. Me acerqué.
"¿Malu?", pregunté, y con unos hermosos ojos
brillantes, abiertos, muy abiertos, asintieron y cogieron la bolsa que les
tendí.
Nuevamente, otro cambio de sentimientos y emociones.
Seguía siendo blanca e imbécil...pero ahora eso ya había dejado de
importarme.
Y, de repente, en el país de las mil y una religiones, en el país donde
todos esperan la ayuda de Dios, sentí que se había producido un milagro, el
milagro de los peces (¡sin panes!).
(….)
No hay comentarios:
Publicar un comentario